lunes, 26 de marzo de 2012

Edvard Munch: "El vampiro"

"El vampiro", obra de Edvard Munch, acaso ilustra cómo la sensibilidad estética puede llevar a un autor hasta la frontera entre la razón y el delirio. Edvard Munch (1863-1944) fue un artista capaz de dar el grito angustioso de la soledad humana, haciendo patente la falacia de las certezas positivistas para el existir. Con respecto a su obra maestra, El grito (1893), Munch escribió alguna vez: “El sol se ocultaba, las nubes estaban teñidas de rojo sangre. Justo en ese momento escuché un grito que atravesaba por completo la naturaleza”.


Munch recibió su primera formación como artista en la escuela de dibujo de Oslo, y si bien sus obras primeras aun estaban regidas por los cánones naturalistas de academicismo decimonónico, ya se percibía en ellas la tendencia a explorar la interioridad profunda de las personas y el alma. Munch completó su formación viajando a importantes países europeos: Italia, Alemania y por supuesto, Francia. Y es que, aun cuando Munch vivía y trabajaba en Oslo, Noruega, lo cierto es que nunca fue un artista aislado, ya que, por el contrario, procuraba un contacto permanente con los pintores más importantes de la época. Además, se mantenía al tanto de los últimos descubrimientos del psicoanálisis.

Arte introspectivo

En la última década del siglo XIX, y tomando inspiración en los dramas de su ilustre compatriota Ibsen, (y quizás también- no conscientemente-, en un hermano espiritual también noruego y atormentado: Knut Hamsun) Munch se lanzó a una trayectoria creativa extrema, aventurándose a los ínferos de la psique y proyectando en sus composiciones una perspicacia aguda y desesperada. Muchas de las obras de Munch han de leerse, desde la clave que nos da la alteración psicológica de este pintor. Los protagonistas de sus pinturas, frecuentemente confunden el instante presente con el recuerdo, y esa nostalgia deriva en estados alterados de conciencia. En Munch se anticipa la fuerza, la sensibilidad y la hondura psicológica del cine escandinavo del siglo XX, por ejemplo, en un cineasta como Ingmar Bergman. La intensión estética de Munch puede identificarse en películas como Persona (1966), La hora del lobo (1968) o La Pasión de Anna (1969).

Lúgubre simbiosis

Precisamente se puede llevar a cabo un interesante parangón entre la críptica cinta de Bergman, Persona y la pintura de Munch, "El vampiro" (1893-1894). En ambos casos se presenta una situación en la que un personaje agota física y psicológicamente a otro, hasta llevarlo a la consumición interior. De la misma manera, la ambigua trama de Elisabeth Vogler y la enfermera Alma, alucinante y abierta a múltiples lecturas, se anticipa en la atmósfera de "El vampiro". En esta composición, puede verse a un hombre abatido, quien abraza a una mujer al parecer desnuda, de facciones indefinidas, en un ambiente tenebroso y opresivo. Lo más perturbador de esta pintura es la cabellera rojo sangre de la misteriosa mujer, la cual, mientras pega su rostro al cuello del hombre, como dándole consuelo, también da la impresión de que le absorbe la sangre y la derrama, lo que se confunde con los largos mechones escarlata.

El pacto secreto

Las crisis nerviosas que aquejaron a Munch lo llevaron al borde del delirio. En este sentido, la obra "El vampiro", resulta reveladora. En ella, no se sabe si la mujer es una persona real, una aparición fantasmagórica, o bien, una presencia evocada por la nostalgia angustiosa del hombre. Lo cierto es que, desde cierta perspectiva, ambos parecen estar inmersos en un santuario sombrío y secreto, y la entrega del hombre tiene mucho de ritual, cual si se tratara de la siniestra iniciación de quien ofrenda sangre, vida y razón, a su arte particular: ese seguir los ecos del alarido que se percibe en lo más oscuro del ser.


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