"El vampiro", obra de Edvard Munch, acaso ilustra
cómo la sensibilidad estética puede llevar a un autor hasta la frontera entre
la razón y el delirio. Edvard Munch (1863-1944) fue un artista capaz de dar el
grito angustioso de la soledad humana, haciendo patente la falacia de las
certezas positivistas para el existir. Con respecto a su obra maestra, El
grito (1893), Munch escribió alguna vez: “El sol se ocultaba, las
nubes estaban teñidas de rojo sangre. Justo en ese momento escuché un grito que
atravesaba por completo la naturaleza”.
Munch recibió su primera formación como artista en la
escuela de dibujo de Oslo, y si bien sus obras primeras aun estaban regidas por
los cánones naturalistas de academicismo decimonónico, ya se percibía en ellas
la tendencia a explorar la interioridad profunda de las personas y el alma.
Munch completó su formación viajando a importantes países europeos: Italia,
Alemania y por supuesto, Francia. Y es que, aun cuando Munch vivía y trabajaba
en Oslo, Noruega, lo cierto es que nunca fue un artista aislado, ya que, por el
contrario, procuraba un contacto permanente con los pintores más importantes de
la época. Además, se mantenía al tanto de los últimos descubrimientos del
psicoanálisis.
Arte introspectivo
En la última década del siglo XIX, y tomando inspiración en
los dramas de su ilustre compatriota Ibsen, (y quizás también- no
conscientemente-, en un hermano espiritual también noruego y atormentado: Knut
Hamsun) Munch se lanzó a una trayectoria creativa extrema, aventurándose a los
ínferos de la psique y proyectando en sus composiciones una perspicacia aguda y
desesperada. Muchas de las obras de Munch han de leerse, desde la clave que nos
da la alteración psicológica de este pintor. Los protagonistas de sus pinturas,
frecuentemente confunden el instante presente con el recuerdo, y esa nostalgia
deriva en estados alterados de conciencia. En Munch se anticipa la fuerza, la
sensibilidad y la hondura psicológica del cine escandinavo del siglo XX, por
ejemplo, en un cineasta como Ingmar Bergman. La intensión estética de
Munch puede identificarse en películas como Persona (1966), La
hora del lobo (1968) o La Pasión de Anna (1969).
Lúgubre simbiosis
Precisamente se puede llevar a cabo un interesante parangón entre
la críptica cinta de Bergman, Persona y la pintura de Munch, "El
vampiro" (1893-1894). En ambos casos se presenta una situación en la que un
personaje agota física y psicológicamente a otro, hasta llevarlo a la
consumición interior. De la misma manera, la ambigua trama de Elisabeth Vogler
y la enfermera Alma, alucinante y abierta a múltiples lecturas, se anticipa en
la atmósfera de "El vampiro". En esta composición, puede verse a un hombre
abatido, quien abraza a una mujer al parecer desnuda, de facciones indefinidas,
en un ambiente tenebroso y opresivo. Lo más perturbador de esta pintura es la
cabellera rojo sangre de la misteriosa mujer, la cual, mientras pega su rostro
al cuello del hombre, como dándole consuelo, también da la impresión de que le
absorbe la sangre y la derrama, lo que se confunde con los largos mechones
escarlata.
El pacto secreto
Las crisis nerviosas que aquejaron a Munch lo
llevaron al borde del delirio. En este sentido, la obra "El vampiro",
resulta reveladora. En ella, no se sabe si la mujer es una persona real, una
aparición fantasmagórica, o bien, una presencia evocada por la nostalgia
angustiosa del hombre. Lo cierto es que, desde cierta perspectiva, ambos
parecen estar inmersos en un santuario sombrío y secreto, y la entrega del
hombre tiene mucho de ritual, cual si se tratara de la siniestra iniciación de
quien ofrenda sangre, vida y razón, a su arte particular: ese seguir los ecos
del alarido que se percibe en lo más oscuro del ser.
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