miércoles, 28 de marzo de 2012

Edipo somos todos

Gran parte de los contratiempos que les acontecen a las personas, tiene que ver con que, prematuramente, anticipaban un escenario así de negativo. Pero tal actitud no siempre es la más adecuada; el conocido refrán que expresa: “piensa mal y acertarás” no es infalible: hay que pensar, eso sí, más allá de todo bien o mal, puesto que la vida reflexiva es la vía más significativa- la más orientada a lo trascendente- de aspirar a la felicidad, aun cuando solo sea como una motivación inagotable. Esa es la perspectiva que manejaremos para comentar el mito de Edipo.


Abordado de innumerables maneras- aunque la más célebre es la de Sigmund Freud, gran pensador y neurólogo austriaco, creador del psicoanálisis, en especial, derivándolo por la tipificación del conocido complejo- Edipo el personaje mitológico griego, ha tenido una gran relevancia en la cultura occidental. La manera en que nos adentraremos en la esencia de este mito, será, aproximándonos directamente a lo relatado, para comprender a través de un contacto de inmediatez, sin un cuerpo específico de citas o referencias eruditas, lo que esta anécdota milenaria puede esclarecernos, acerca de la existencia personal.

Obsérvese que no juzgaremos de ninguna manera a Edipo, sino que le escucharemos como a un amigo; trataremos de entender sus motivos y la dimensión de su dolor, de sus anhelos rotos, y su voluntad ilimitada de seguir adelante a pesar de todas las consecuencias. Porque Edipo es el mejor ejemplo que podríamos tener de que no siempre se encuentra lo que se quiere, pero siempre podemos aprender a querer lo que encontramos, lo que nos brinda el destino, lo que nos destina el enigmático trasfondo del existir.

1

Según las fuentes antiguas, Edipo fue vástago de Layo y Yocasta. Con el tiempo llego a ser monarca de la famosa ciudad de Tebas. Su padre, Layo, durante mucho incapaz de procrear, a pesar de haber contraído nupcias con Yocasta, solicitó entonces consejo al oráculo de Delfos, acerca de que era lo que se podía hacer para cambiar esa desafortunada circunstancia. Un oráculo era un sitio sagrado, en donde una especie de sacerdotisa, conocida como sibila, era la que, tras inhalar densos gases, y a través de la ingestión de brebajes estimulantes, se decía capaz de interpretar los designios de la deidad, en este caso, del olímpico Apolo.

La respuesta del oráculo para Layo, fue la siguiente: lo mejor era cesar en su intención, puesto que, de tener descendencia, sería preferible que se deshiciera de ella al momento, puesto que de no hacerlo así, Tebas sufriría consecuencias devastadoras. Alarmado, Layo decidió cortar por lo sano y no tener más intimidad con Yocasta. La reina, despechada por esta actitud, cuya motivación no conocía, decidió embriagar disimuladamente a Layo, para poder compartir el lecho del monarca tebano, de nueva cuenta.

Al cabo de nueve meses, la Reina dio a luz a un varón. Al enterarse de esto, Layo enfureció y dispuso que se abandonara al infante en el áspero monte Citerón, tras perforarle los pies con un hierro incandescente (de allí el nombre que recibió posteriormente el niño: “Edipo”, que quiere decir “pies perforados”). Sin embargo, la suerte dispuso que el pequeño fuera encontrado por un pastor que recorría aquellos agrestes parajes. Este hombre humilde, conociendo al anhelo que tenía Pólibo, rey de la vecina ciudad de Corinto, por tener un hijo, decidió llevárselo, acaso con la intención de recibir alguna recompensa por tal acción.

Otra versión de este acontecimiento relata cómo Layo colocó al bebe en una caja y lo lanzó al mar. No mucho después, la caja fue recuperada por Peribea, reina de Corinto, cuando acompañaba a un grupo de lavanderas en una playa. Peribea decidió quedarse con el niño, y fingió tener un parto para que Pólibo aceptara a Edipo. Como quiera que fuese, Edipo transcurrió su niñez y su juventud en Corinto. Cuando llegaron a él ciertos rumores acerca del nulo parentesco con sus supuestos padres, decidió acudir al oráculo para salir de dudas. La respuesta de la sibila fue contundente y terrible: el joven debía alejarse lo más posible del santuario, por estar condenado a la desgracia.

Según el mensaje del dios, Edipo quitaría la vida a su padre y desposaría a su propia madre. Esa revelación conmovió hasta el alma al joven príncipe corinto y motivado por el profundo amor que sentía por Peribea y Polibo, resolvió abandonar esa tierra hospitalaria, para evitar los designios de la divinidad, y así lanzarse a buscar la tortuosa ruta de su salvación.

Los derroteros de su escape apresurado llevaron a Edipo a las cercanías de Daulis, un paso estrecho en el que se topó con un importante señor. Obcecado por las circunstancias de su triste presente, no se retiró del camino, para dejar que avanzara el caballero, noble, y de avanzada edad. Enfurecido por la osadía del joven, el potentado manda que sus sirvientes lo quiten de allí, a golpes. Pero Edipo es audaz y gran batallador, por lo que acaba con todos ellos, e incluso con la vida del presumido anciano, que no era otro, sino el monarca de Tebas, Layo, su verdadero padre. El ahora difunto rey, se dirigía al oráculo de Delfos, para solicitar consejo a los dioses acerca cómo quitar a la ciudad de Tebas el yugo de la atroz Esfinge, un monstruo insaciable que asolaba a la comunidad, apareciéndose en los parajes apartados y sembrando el terror sin tregua alguna.

La Esfinge tenía la costumbre de hacer un enigma a los desafortunados caminantes que se encontraba a su paso. Si esas personas eran incapaces de dar con la respuesta correcta al acertijo funesto, entonces la bestia semihumana los devoraba sin remedio. Envalentonado por su reciente victoria, Edipo decide eliminar a Tebas de tan horrible tormento. Busca a la Esfinge, y cuando da con ella, se prepara para la peligrosa confrontación: el monstruo lanza de nuevo su capciosa pregunta: “¿Qué es aquello que se desplaza sobre cuatro patas durante la mañana, sobre dos al mediodía, y utilizando tres al anochecer?” 

Edipo responde sin dudar: “el hombre”. Y en efecto, el recién nacido gatea, en la juventud anda bien erguido, y en la senectud, apoyando las piernas vacilantes sobre un bastón. La Esfinge, al ser derrotada en su juego, enloquecida de rabia, se arroja a un precipicio, y muere.

Al correrse la voz de esta hazaña, Edipo es reconocido como un héroe salvador por la ciudad de Tebas, y en recompensa le es otorgada la mano de la hermosa reina viuda Yocasta, quien recientemente había perdido a su consorte a manos de un asesino desconocido. Edipo acepta complacido todos los honores que se le otorgan, convencido además, de haber alejado de él toda maldición posible. Lleno de júbilo se une en intimidad con Yocasta. No mucho después, una plaga desastrosa azota a la ciudad de Tebas. 

Edipo manda consultar al oráculo para saber cuál es la causa posible de esta nueva calamidad. La respuesta, de nueva cuenta, es desconcertante: el anterior rey, Layo, ha sido asesinado, y es preciso expulsar al culpable de su muerte de los límites de Tebas. El héroe acepta resolver este misterio en el que se juega la estabilidad misma de su reino.

Procede entonces a una ardua investigación, en la que interroga sin descanso a todos los posibles involucrados en el caso. Uno de ellos, es un sabio ciego, un adivino severo y grave, de nombre Tiresias. Con su amarga y sentenciosa voz, Tiresias le explica la verdad a Edipo: cuando el joven rey se percata de que ha quitado la vida a su padre, y que se ha desposado con su madre, como lo había anunciado el oráculo, cae en la desesperación. Lleno de remordimientos, se ciega por mano propia, utilizando un punzón. Luego, decide enclaustrarse para siempre. Al final lo encontramos, ya en la vejez y aun sufriendo el calvario de su penar, en la ciudad de Colono, acompañado de una de sus hijas. Hasta el final de sus días, la tragedia no lo abandonará más.

2

¿Qué nos dice este mito aciago y profundo? De entrada, podemos identificarnos con el siniestro destino de Edipo. En los momentos más amargos de nuestra vida, todo parecería confabularse para fraguar la peor de las circunstancias. Y cuando después de mucho batallar, parece que al fin salimos avantes de tan terrible cadena de infortunios, como si alguna presencia maligna gustara de divertirse con el sufrimiento y la desesperanza del alma propia, un desenlace totalmente contraproducente, viene a ultimar la tenue ilusión de la felicidad al fin obtenida. Edipo parece ser la víctima de un grotesco complot, en el que, hasta sus seres más queridos, parecen haberse puesto de acuerdo para arrojarlo a la perdición absoluta, y es que, en cierta manera, Edipo somos todos, en la búsqueda por la redención de una culpa que nunca podemos comprender.



El mensaje de fondo en este poderoso mito, podría identificarse en el rol múltiple que desempeña Edipo, en donde, cual si fuese el protagonista de una bizarra trama policial, el héroe fuese a la vez, el detective, el criminal, el juez-  e incluso, desde una irónica perspectiva- la propia víctima. Edipo es el fruto de los estragos de la casualidad, en la cadena de las causas que estructuran la existencia de los hombres. Desde su particular nacimiento, todo parecerá exponer una enorme imposibilidad: cada etapa de su vida exhibe azares equívocos, milagros, es decir, una contraposición a todo lo establecido.

Ante su especular contraparte, la Esfinge, Edipo es el verdadero monstruo, anormalidad extrema. El acertijo que resuelve el héroe es otra genial y cruel broma de la cara oscura de la realidad. El humano, en efecto, es una criatura insólita, críptica, y hasta inconcebible. Vista desde fuera, contemplada allende los convencionalismos, la humanidad es un accidente atroz, que contraviene al ser de lo material en su interminable mutismo. Edipo y la Esfinge son uno y el mismo. Y cada cual, al verse descubiertos en su propia esencia- Edipo como el ser monstruoso que existe de una manera, que viola todas las leyes de la naturaleza; y la Esfinge, como una criatura que puede ser comprendida, asimilada a lo racional, a pesar de su oscuro discurso- deciden ofrecer un sacrificio para expiar esa culpa, que en todas las culturas parece definir nuestro estado vital: todo existir implica una culpa, en un universo que en sus simas, no es más que inocencia olvidada. Pero a pesar de todo, para nuestra cotidianidad actual, el mensaje triste de Edipo, puede llegar a ser edificante, más allá de lo instructiva y lúcida que se manifieste su particular historia.

El mito de Edipo es la verdad de nuestro valor más relevante, lo que nos distingue de las demás criaturas del planeta, e incluso de los demás objetos de la realidad. Tal característica de Edipo, que compartimos todos, es la de que podemos buscar el origen de nuestra propia experiencia. Edipo no es un héroe, porque se enfrente a todos los peligros que se le presentan, sino más bien, que no se detiene en su cuestionamiento, en su indagación, en su desmontar la suma de los eventos, hasta la fuente misma de lo acontecido. Cualquier guerrero, o soldado puede luchar hasta morir contra otros de su clase o con bestias feroces. Pero solo Edipo, se enfrenta a sus propios demonios, utilizando la inteligencia y el razonamiento, sin importar las consecuencias.

Así como actuó Edipo, el de los “pies marcados”, el que deja la huella de sus travesías para esclarecerlo todo, así igual, es como deberíamos afrontar los problemas que se nos presentan día con día. Esas dificultades son parte de nuestro propio ser, son nuestra Esfinge particular, somos nosotros, vistos desde fuera, difuminados los alcances de toda corporeidad. Quizá gran parte de nuestras tribulaciones, provengan del hecho de que, no podamos calcular como es debido los verdaderos límites de nuestra vinculación con la realidad. La Esfinge somos nosotros y el mundo, integrado en un solo ser, uno siempre apto para ser cuestionado e investigado a fondo, con todas fuerzas del alma.

Pero Edipo es la posibilidad de distanciarnos de ese ser amorfo, que todo lo contiene, para ganarnos la singularidad del existir personal, aun cuando, como una serpiente mordiéndose la cola, esta indagatoria no nos devuelva sino al sitio de donde partimos: una conciencia amnésica del recuerdo de su sempiterno olvido. Edipo nos expresa ser contradicción, sí, pero eso, es por lo menos “dicción” que manifiesta “contras”, es decir, valor para estar en desacuerdo, valentía individual, valor de sí: el sí que otorga valía al mundo, tal y como es, con todas sus anormalidades, su dolor y su tenue pero inextinguible esperanza, para y por nosotros, por cada uno, por todos.

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