Tonatiuhchan, Tlalocan y Tamoanchan eran tres de los paraísos a donde se dirigían los muertos, según las creencias de los indígenas prehispánicos mexicanos.
Así como sucede con otras grandes culturas milenarias, los indígenas prehispánicos de Mesoamérica, tenían la creencia en regiones del más allá a donde se dirigían las personas al morir, de acuerdo a la manera en que habían vivido. Estos son algunos de estos paraísos supraterrenales, lugares a medio camino entre el deseo y el temor, accesibles a través de la veneración y la imaginación de los antiguos mexicanos.
Tonatiuhchan
Este era un paraíso localizado rumbo al oriente. Tonatiuhchan, es una palabra en náhuatl que significa “la casa del sol”. A este mágico sitio llegaban los guerreros fallecidos en el combate. Tonatiuhchan es un bello lugar, rebosante de flores rojas, amarillas y blancas. También abundan aves con plumajes de similares colores. En este paraíso los caballeros águila y los caballeros tigre efectúan simulacros de batalla. Ellos aguardan en el Tonatiuhinamanayan “tendedero del sol”, a que el sol surja de las sombras nocturnas y en cuanto aparece, libre en el firmamento lo siguen en su recorrido, armas en ristre, arrojando flechas entre exclamaciones de entusiasmo y desafío.
Junto a estos guerreros están las víctimas sacrificiales quienes ofrendaron al sol sus órganos vitales: tlalhuatl (nervio), omitl (hueso), nacatl (carne), yollotl (corazón) y yeztli (sangre). De esta manera brindaron nuevas fuerzas al astro solar en su combate contra las tinieblas de la noche. Todos ellos transitan un sendero en curva hasta llegar al Nepantlatonatiuh, el lugar más central y elevado del Tonatiuhchan donde se reúnen con las Macihuaquezque “mujeres guerreras” o bien, Cihuateteo “mujeres diosas”. Los integrantes de este cortejo del sol, cada cuatro años descienden a Tlalticpac, nuestro mundo terrenal, transformados en colibríes y otras aves de plumajes preciosos, emitir cantos, libar el néctar de las flores y manifestar la gloria resplandeciente del sol.
Tlalocan
Ubicado al sur, Tlalocan era “el hogar de Tláloc”, un ámbito dominado por el dios de la lluvia, Tláloc, y su esposa, Chalchiuhtlicue “la de la falda de jades”. Este sitio era de abundante verdor y muchas flores. Los aztecas lo reconocían como el crisol de numerosos manantiales y ríos de agua fría y caliente. Además el Tlalocan se distingue por su gran fertilidad: abunda el maíz, frijol, las frutas, la verdura y principalmente la chía que cubre las piedras con su densa espesura henchida de humedad. Otro de sus distintivos es la multitud de pájaros multicolores de hermoso cantar así como también de ranas clamorosas. Todos ellos placen al dios Tláloc, quien les concede frecuentes y mesuradas lluvias.
En el Tlalocan también hay muchas mariposas y peces de mil colores. Es el destino ultramundano de quien muere por hidropesía, lepra, ahogamiento o por caída de rayos. Estas causas funestas son obra del mismo Tláloc, quien es el encargado de elegir a quien acepta en su paraíso. Muy relacionado con el Tlalocan es el monstruo ahuizotl, suerte de perro marino que utiliza sus garras para hacer naufragar a bañistas y navegantes y conducirlos al paraíso del dios de la lluvia.
Tamoanchan
Este es, de acuerdo a su referencia en idioma náhuatl “el lugar de nuestro origen” o también, la “casa de donde bajamos”. Al parecer se localiza en el Omeyocan “Lugar de la dualidad”, aunque también hay quien asegura que se encuentra debajo del Tlalocan. Es un crisol de vida y a este sitio retornan los que fallecieron siendo apenas niños. En el centro del Tamoanchan se levanta el Chichihuacuauhco, el “árbol nodriza”, al cual, en lugar de frutos le crecen cuatrocientas mil tetas de las que surge la leche requerida para dar alimento a las almas que están por nacer. Los niños fallecidos, frustrados por su aciago destino, no cesan en su llanto, puesto que vuelven al Tamoanchan y allí permanecen durante años, nutriéndose del flujo vital que les proporciona el Chichihuacuauhco hasta obtener la energía necesaria para descender al mundo, el Tlalticpac, y sufrir la existencia de nuevo hasta consumirse en ella y desaparecer, ahora sí, para toda la eternidad.
En general, para los aztecas y demás pueblos nahuas del México Antiguo, todos los lugares de origen inframundos y paraísos, se denominan como Huilohuayan, es decir, el “lugar a donde todos se dirigen”, puesto que, en cierto sentido, aluden al gran paso que todo humano debe dar en los umbrales de la muerte.
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