La noción de "arché" es una de las primeras tentativas por comprender de manera integral los variados fenómenos de la naturaleza. La primera noción filosófica, desarrollada por los pensadores de Mileto- es decir, Tales, Anaximandro y Anaxímenes- fue la de arché, que se refiere a la suposición de un principio originario, cuya procedencia no depende de ningún otro elemento, pero del cual procede la realidad entera.
En uno de los textos más importantes para la historia de la filosofía, la Metafísica de Aristóteles, este último pensador abordó la idea de arché, comentando que los primeros que se dedicaron a filosofar, consideraron que los principios de todas las cosas eran exclusivamente materiales. Aristóteles puntualiza “Tales, (…) afirma que es el agua el primer principio (arché) y no otro. Por eso llegó a afirmar que la Tierra se apoya en el agua”. Además, el Estagirita complementa esta observación, afirmando que Tales llegó a esta perspectiva al percatarse de que el agua alimenta, prácticamente, a todas las cosas, e incluso lo que tiene una alta temperatura procede del agua. De tal modo que, en la filosofía de Tales, el agua, considerada como arché, es el principio de donde proceden las cosas.
Cambio de ruta intelectiva
Posiblemente, bajo la óptica contemporánea, pueda resultar decepcionante esta visión de Tales, uno de los padres de la filosofía occidental, en donde se considera como el fundamento del mundo a un simple elemento: el agua. No obstante, la relevancia de esta propuesta no ha de evaluarse tanto en la respuesta ofrecida, sino, más bien, en la pregunta por formulada. Esta interrogante abre un paradigma filosófico en donde se intenta alcanzar una explicación unitaria para una vasta gama de fenómenos de la naturaleza.
Lo indeterminado
La importancia cabal del arché como alternativa de reflexión acerca del mundo, se hizo patente en los adelantos teóricos que pronto originó. Un seguidor de Tales, el filósofo Anaximandro, ensayó como arché el concepto- más complejo- de apeiron, que literalmente significa: “lo que carece de forma”, es decir, lo indeterminado. Anaximandro concebía este apeiron como una sustancia infinita y única, de donde procederían todas las demás cosas por medio de un proceso de continua separación, dinamizada por la interacción de las diadas “seco-húmedo” y “frío-caliente”. Anaximandro procuró dejar en claro que el apeiron no es la combinación de todo cuanto hay, sino un antiguo estado de ser, de donde se ha derivado la realidad conocida.
Engañosa perspectiva
Un tercer filósofo del arché es Anaxímenes, también de la escuela de Mileto, aunque en su caso particular lo interpretó como el aire. De acuerdo a sus consideraciones, el mundo es semejante a una gigantesca bestia que respira, y en esa respiración va su vida y su alma. Esta concepción por parte de Anaxímenes fue un antecedente de posteriores nociones filosóficas, como la de pneuma y la de alma del mundo.
Y si bien el apeiron de Anaximandro parece más sutil y conveniente que el aire de Anaxímenes, contemplado como arché, no sería del todo exacto ver en la propuesta de este último un retroceso con respecto a la del primero; no hay que olvidar que la intención primordial, por parte del filosofar jónico, fue la identificación del arché, con un elemento material. De tal manera que el apeiron de Anaximandro, por más indefinido que se manifieste, no deja de ser una sustancia física como las demás, presentes en la naturaleza. De lo anterior se concluye que el saber jónico fue, principalmente, un saber naturalista, aunque hay que ser cautos al querer utilizar el término materialista, para referirse a esta tradición filosófica. Un aspecto innegable, y muy significativo para los paradigmas vigentes de realidad, es el hecho de que, para los presocráticos, un elemento de la naturaleza considerado como arché, no era incompatible con la espiritualidad y la trascendencia, nociones que fueron formuladas en posteriores etapas de la filosofía occidental.
El juego del ser
Finalmente, ciertos contemporáneos, como el italiano Giorgio Colli, consideraron a estos pensadores, más como sabios que como filósofos, y por ello, su tentativa intelectual estaría definida por un sutil agonismo, derivado de los enigmas formulados en los oráculos, como el de Delfos. Así entonces, cada solución ensayada por estos sabios, para explicar al mundo como arché, sería más como una lúdica respuesta para algo considerado como irrepresentable: el desafío de una naturaleza gustosa de esconderse, el rastro inasible de una divinidad persiguiéndose hasta el infinito.
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