En una obra memorable, Caspar David Friedrich, logró exponer, desde un romanticismo intenso, la diferencia estético-metafísica entre lo bello y lo sublime.
Los discursos estéticos, por lo general, hacen una clara distinción entre lo sublime y lo bello. El concepto de lo sublime fue desarrollado por vez primera en el siglo XVIII por Edmund Burke, pero obtuvo su cabal relevancia en las reflexiones de Kant, especialmente en su obra, Crítica del juicio.
En tanto que se considera bello lo que tiene mesura y armonía en su composición- de acuerdo a la ortodoxia del arte-, sublime, en cambio, es lo desbordante, lo caótico, lo que no precisa del orden para manifestarse a plenitud. Sublimes son los abismos, los espacios inconmensurables, el silencio profundo, las cumbres imponentes y la noche misteriosa. Kant distingue lo bello, en cambio, en los bancales de un jardín, el orden, el día, etc.
Las formas de lo sublime
De acuerdo a Kant, hay un sublime matemático que se hace patente en lo inmenso, en lo descomunal: la infinitud de la numeración, el espacio ilimitado del universo o la eternidad del tiempo. Por otro lado, y siguiendo a Kant, existe un sublime dinámico que deriva de los grandes fenómenos de la naturaleza: terremotos, erupciones volcánicas, tormentas, etc. Estos eventos provocan temor, pero a la vez, de cierta manera, resultan fascinantes. Incluso lo extremadamente feo, también puede ser sublime: ciertas películas gore o propuestas pictóricas similares, cuando tienen calidad manifiesta, como las de HR Giger o las de Francis Bacon, devienen sublimes, en este sentido.
Lo sublime se gesta, por lo tanto, no a partir de las características del objeto o la pintura contemplada, sino del estado anímico del sujeto contemplador. Lo bello genera simplemente placer, lo sublime, una ambivalente sensación, un horror disfrutable, un estado espiritual en donde lo placentero se une al temor en una experiencia indecible.
Un instante infinito
Un maestro de lo sublime, de acuerdo a como lo comprende Kant, es el pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-840). En una de sus obras características, "Arco iris en un paisaje de montañas" (1809-1810), David nos muestra a un explorador descansando en un paraje montañés. Más allá del caminante, un declive en el terreno y, posteriormente, un abismo insondable. Justo de estas tinieblas surgen montañas, sumidas aún en la penumbra. Y por sobre todo ello, se despliega un arco iris de luz menguante, dominando el horizonte.
Las dimensiones del ser
Caspar David Friedrich acentuaba en sus obras, con frecuencia, dos ámbitos bien específicos: el primer plano y el fondo, puesto que así simbolizaba dos formas diametralmente opuestas de darse la realidad. La primera dimensión corresponde a lo bello: la luz, el día, la racionalidad, y se relaciona, en esta obra, con el espacio que rodea al caminante y sus ropas coloridas. La segunda dimensión es la de lo sublime: la noche, el espacio propicio para el despliegue del espíritu, una realidad misteriosa y colmada de enigmas, terrible y fascinante.
El arco iris por su parte, simboliza la mediación divina, un cierto equilibrio cósmico entre los dos espacios: la realidad abierta a lo posible y la donación de sentido que el contemplador le otorga, en su vivencia extrema entre el temor y el temblor.
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