En las culturas de la antigüedad, así como en el mundo heleno, prevalecía una visión cíclica acerca del tiempo. Es posible que esta perspectiva haya derivado de las regularidades descubiertas en el movimiento de los cuerpos celestes y en la periodicidad patente de ciertos fenómenos biológicos. Sin embargo, una concepción posterior sobre el tiempo, la que lo contempla como rectilíneo e inalterable, tomó el lugar de la anterior y así determinó por completo los avatares de la civilización.
Con respecto al tiempo cíclico, es innegable que la vivencia de las estaciones del año provocó en los habitantes del mundo antiguo, la certeza de que no existe un evento que no haya ocurrido en previas ocasiones. Y así, desde este enfoque, el futuro no es más que una perpetuación del pasado, de tal suerte que no existe un acontecimiento que no tenga lugar de nueva cuenta, una y otra vez, en periodos regulares y mensurables. Justo ese es el sentido del popular refrán: “Nada nuevo bajo el sol”.
Realidades en eterno retorno
A partir de la noción del tiempo cíclico, se desprenden dos interesantes perspectivas:
En primer lugar, la historia, tal y como la comprende la humanidad actual, en el sentido de una trayectoria singular y no modificable de sucesos, queda refutada.
La segunda consecuencia alude a una posible racionalidad inherente al acontecer de los sucesos. De tal modo que tal y como se evidencia una razón para que la primavera suceda al invierno, así también, una necesidad oculta determine la ocurrencia de laca fenómeno de la realidad. Esta idea ayuda un tanto a solventar el trance de la muerte, puesto que si una persona perece, por lo menos consuela saber que su pérdida participa de la mecánica cósmica de los relevos generacionales. La muerte de un organismo puede ser condición de posibilidad para la aparición de otro, de acuerdo a la manifestación de los ciclos biológicos.
Pero también, tal y como la floresta eventualmente reverdece, es factible pensar que el ser humano pueda renacer en cierta vuelta del tiempo. Y así, la metempsicosis, una creencia parte de los misterios- rituales e iniciaciones de la edad antigua- defiende la reencarnación periódica del alma. La metempsicosis deriva seguramente de cultos arcanos dedicados a la primavera y su continuo resurgimiento.
La eterna mordida
En lo que se refiere a la visión rectilínea del tiempo- misma que procede de los hebreos y que fue transmitida posteriormente al cristianismo-, cabe destacar que se encuentra fundamentada en la siguiente idea: el tiempo tiene un sentido unívoco, determinado desde el origen de la realidad. Por lo consiguiente, la historia no es más que el paulatino cumplimiento, el progresivo realizarse, de tal instauración.
De acuerdo a un célebre defensor de esta visión, San Agustín, el tiempo ostenta una estructura lineal y progresa en ella. El tiempo ha tenido un principio y por ende, tendrá su culminación. El Juicio Final será el evento que clausure esta trayectoria dilatada. Únicamente Dios, que se encuentra fuera del tiempo, puede existir antes y después de su transcurso, además por supuesto, de colmar su marcha presente.
De la perspectiva rectilínea del tiempo derivó la noción de “progreso” tan cara al mundo moderno. Sin embargo, este paradigma puede contener diversas interpretaciones, por ejemplo, para los habitantes de la Edad Media, "progreso" aludía al proceso de salvación del alma. En cambio, para las personas del siglo XX, el "progreso" se refería a la realización de un ideal social y laico.
Muy sugestivas son las simbolizaciones de ambas versiones del tiempo, que se han hecho a lo largo de los siglos. Tal es el caso de la flecha de San Agustín, su particular imagen del tiempo unidireccional, en donde esta figuración, inexorable y grave, comunica la inminencia del destino.
Igual de fascinante es el símbolo de Ouroboro, una serpiente mordiendo su propia cola, aludiendo el eterno retorno del ser, en perpetua fuga y persecución de su propia presencia. Esta imagen es de habitual representación en varias civilizaciones.
Finalmente, una versión distinta, de origen oriental, representa el tiempo en la sinuosidad de un ofidio, avanzando sí, pero al mismo tiempo, estructurando complejidades en cada curvatura de su despliegue, cual si se tratara de un acertijo infinito.
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