Cuando los acontecimientos no son halagüeños, las personas se llenan de angustia y buscan alguna vía para poder escapar de la situación de sofoco, a que las conmina su circunstancia existencial. Algunos grandes pensadores han fundamentado su reflexión en torno a esta sensación agobiante, cuando la realidad constriñe y lastima. Uno de ellos es el filósofo Arthur Schopenhauer.
Para este pesimista, en el instante en que una persona logra descubrir que la realidad que lo contiene, no es más que un velo de representaciones, detrás del cual se oculta una voluntad ciega e imperiosa que todo lo satura, más que luchar infructuosamente contra esta marea, lo que conviene hacer es renunciar a la relevancia del sujeto propio, con respecto a la irracional voluntad que a través de él se erige.
Con esta estrategia, a la par que se anula la conciencia, se nulifican las representaciones- incluidas las más generales y limitadoras, como el espacio y el tiempo- y, por ende, la voluntad.
Con ello, en lugar del temor y la indignación por la impotencia, a la que nos reduce la voluntad, los humanos podemos gozar de una paz por encima de la razón, más allá de la alegría o el dolor, en un estado de sosiego absoluto del ser propio, semejante a la parsimonia de ciertos momentos del mar, o en los rostros de algunos personajes retratados por Rafael o Correggio.
La noluntad propuesta por Schopenhauer se presenta como la mejor alternativa para enfrentar el absurdo de la cotidianidad, e implica un renunciamiento a la vida misma, en todo lo que la caracteriza: el deseo. Se trata de extirparlo definitivamente por medio del ayuno, el silencio, la castidad y la humildad, hasta poder alcanzar una virtud extática, o una vivencia mística secularizada.
Por supuesto, se puede o no, estar de acuerdo con Schopenhauer; pero acaso lo que puede leerse más allá de su temple romántico y su sincera reflexión, es que es preciso dejar de existir tan determinados por las circunstancias de la realidad común, para valorar y cultivar una vivencia interior más pronunciada. Porque también las esperanzas y los sueños personales forman parte de lo real, y valen la pena vivirse a fondo, como todo.
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