Cual si se tratara de una cósmica dialéctica, el día y la
noche se implican en una dinámica perenne. Cada día, en su festín de lucidez,
precisa de una noche estimulante, que seduzca sus ínferos hasta el delirio.
Cada razonamiento se alimenta de un enigma y cada argumento de un capcioso
dilema.
Feliz de aquel que puede iluminar sus secretos con la diurna
voluntad de lo material, puesto que así devela inasibles regiones de sombras
por explorar. Dichoso quien se adentra en la negrura de la noche, para
redescubrirse diferente en cada nueva alba.
Ciertos seres parecen orientados a explayar sus
potencialidades en la rotundidad del día, otros, en cambio, en la ambigüedad de
la noche. Optar por uno de estos horizontes, es decidirse por la ruta que nos
llevará más remotamente en nuestras particulares lejanías.
El amoroso combate del día y la noche es crisol de destinos,
en donde el mundo halla un extravío liberador. De esta ambivalente regularidad,
parten todas las incertidumbres vivenciales, espacios para construirse un
ser-libertad y más.
No tiene otra fuente que el día y la noche, la diferencia,
esa vía de alteridad en donde las cosas se vierten en existir.
El día y la noche sostienen un secreto coloquio, en el cual
el azar queda disimulado en un lúdico intercambio de luz y de tinieblas. Interpretar
el sentido de esta comunicación fundamental, es como el culminar glorioso de
cada ocaso, como la entrega que hace de sí el primer brillo de la aurora.
Cual si se tratara de un primordial silogismo, el día y la
noche se justifican en infinita operación. Cada noche, en su aquelarre de
misterios, añora un día liberador que le haga descubrir su verdad del todo, más
allá de todo.
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