Condenada a asumir el compromiso de integridad moral de la madre ausente, Ofelia padeció el abrazo de las preocupaciones de un padre, interesado en la realización de las oportunidades de prosperidad que le proporcionaría la crianza de su bella hija. ¿Hasta qué punto Ofelia esperaba de Polonio, el mismo interés puesto en su condición de prenda a negociar, pero manifestado ahora en un sincero acercamiento amoroso a sus juveniles anhelos? No lo sabemos, sólo la diferencia entre el final del padre y el de la hija, podría darnos alguna referencia acerca de la respuesta a esta interrogante.
“Sobre un arroyo, inclinado, crece un sauce que muestra su pálido verdor en el cristal. Con sus ramas hizo ella coronas caprichosas de ranúnculos, ortigas, margaritas, y orquídeas…”
Ofelia y Laertes
Destinada a ser el icono de la imagen- sin mácula- de la mujer ideal (aunque inalcanzable) para los deseos intensos y fraternales de Laertes, el noble hermano, Ofelia demuestra una aguda intuición al considerar el daño que podría haberle causado a su temperamental, -aunque en el fondo frágil consanguíneo- , si acaso diera muestra de su verdadero sentir, acerca del voto de castidad que Laertes le solicita. Ofelia aceptó por amor tomar esas intenciones contenidas, para luego, en la soledad, dejarlas escapar flotando para verlas reventar como burbujas inocuas en la libertad del vacío.
“…estaba trepando para colgar las guirnaldas en las ramas pendientes, cuando un pérfido mimbre cedió y los aros de flores cayeron con ella al río lloroso…”
Ofelia y Hamlet
Impulsada por sincero amor hacia el príncipe vengador, Ofelia no buscó interferir en los avatares existenciales de Hamlet. Mientras que este último cuestionó el ser entero y su relación con la muerte, para fundamentar un acto de justicia terrenal, ella prefirió acatar el caos inmenso de su entorno tormentoso, asumir todos los matices de la realidad, con sus desigualdades y sus lacerantes singularidades- incluidos su despecho intolerable y sus lastimados anhelos por Hamlet- y consumirlos por entero en el horno de su corazón, en una ofrenda imposible hacia el ser querido, un sacrificio tan cálido, que su pobre corazón no lo pudo resistir. Hamlet quizás meditó todo esto, mientras disputaba los restos de su dama de pensamientos con Laertes, pero la frialdad de la tierra del camposanto lo obligo a desistir.
“…sus ropas se extendieron, llevándola a flote como una sirena; ella, mientras tanto, cantaba fragmentos de viejas tonadas como ajena a su trance o cual si fuera un ser nacido y dotado para ese elemento…”
Ofelia, las flores, el arroyo…
Existen seres, cuya naturaleza errabunda, nos hacen percatarnos de que persiste un infinito de dimensiones, ocultas en la común que participamos todos. Son viajeros fugaces, cuya breve estela de vida, nos conduce a umbrales que sólo experiencias límite, como el terror, la locura o el desamor pueden entreabrir, para hacer patente por un instante el sustrato de misterio que cimenta la realidad entera.
Ofelia peregrina fue uno de esos mensajeros eventuales y en su sentimiento, en sus cantos y en sus flores, nos compartió un poco de esos mundos de silencio.
“…pero sus vestidos, cargados de agua, no tardaron mucho en arrastrar a la pobre con sus melodías a un fango de muerte” (Hamlet, acto IV)
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