Tanto Apolodoro en su "Biblioteca", como Ovidio en sus "Metamorfosis", reseñaron de manera precisa, el triste mito acerca del inventor Dédalo y su vástago Ícaro, cuyo destino funesto se transforma, con el paso del tiempo, en una fábula aleccionadora y terrible.
Habiendo perdido los favores del rey Minos- por ciertas circunstancias que se relacionan con el monstruo Minotauro y el destino del reino de Creta-, Dédalo e Ícaro son encerrados en el colosal Laberinto, fantástica prisión ideada por el propio inventor. Ambos cautivos son incapaces de fugarse, hasta que la mente infatigable de Dédalo, les proporciona el salvoconducto para escapar de esa cárcel macabra. Utilizando cera y plumas de aves, se confeccionaron sendos juegos de alas, eficientes para emprender una fuga en vuelo y así alejarse de aquella trampa mortal.
Mientras realizaban la evasión, cuando ya los muros del aterrador edificio se perdían en la distancia, Ícaro, entusiasmado por su travesía, fue acercándose al sol radiante con gran algarabía. Las angustiosas llamadas de su padre se extraviaron en el tenue aire de aquellas alturas: las advertencias se difuminaron en el vacío y las alas de Ícaro- de manufactura tan original como apresurada-, fueron desprendiéndose, al derretirse la cera que las mantenía unidas. Ícaro cayó al vacío y se perdió de vista, tras su impacto con las olas, tal y como los lamentos de su padre se confundieron con el sonoro rumor del mar.
Comúnmente se ha visto en este relato una advertencia hacia los límites del intelecto humano, con relación su tecnología y su utilización adecuada: la manipulación errónea de estos desarrollos, en lugar de proporcionar beneficios para el mejor vivir de nuestra especie, por el contrario, conduce a calamidades de consecuencias devastadoras. Y aunque es innegable lo acertado de esta lectura un tanto crítica del mito, aun así, cabe preguntarse si no es posible, sirviéndose de una voluntad hermenéutica acorde a los tiempos actuales, cuestionar los motivos que orillaron a Ícaro a finalizar así sus días.
Imaginemos que Dédalo hubiera sido el que procediera a elevarse sin medida hacia el sol centelleante, atraído por sus áureos rayos. Quizás al verlo caer con sus alas estropeadas hacia la muerte, como consecuencia de aquella acción temeraria, tanto Ícaro como nosotros, hubiéramos visto en tal proceder, una advertencia hacia las nuevas generaciones acerca del mal uso de la tecnología y el abuso de la siempre sorprendente inventiva humana. El sacrificio de Dédalo hubiera servido como un faro que iluminara el sendero de los humanos y su ciencia, en su tránsito hacia el porvenir.
Sin embargo el mito es claro y preciso en este sentido: el inexperto Ícaro, ensoberbecido por su vuelo maravilloso, quiso alcanzar la luz de lo imposible, lo vedado a los mortales, y tuvo que pagar el precio de su osadía, con su vida misma, y el afligido padre, a su vez, con un hondo arrepentimiento, se consagró a Apolo, en un templo dedicado a la deidad solar de los griegos.
Nosotros, por el contrario, quisiéramos ver en el enigmático vuelo de Ícaro una ofrenda por el reconocimiento a la labor de su padre, un humilde homenaje a la capacidad creadora de la humanidad. ¿Qué queda tras conquistar los cielos que lanzarse hacia lo divino? El joven Ícaro, incapaz de igualarse a su padre en alcances intelectuales y talento científico, orgulloso y fascinado por los logros de su progenitor y maestro, no pudo menos que intentar ofrendarse al sol, a Febo, como muestra de admiración y amor hacia su padre y hacia el entero género humano. Ícaro así nos muestra, un anhelo de trascender, un acto sublime de artista, un sacrificio, una entrega absoluta a lo inefable, a lo místico.
Porque si bien es cierto que el Ícaro representado por Brueghel el Viejo, carece de toda nobleza, en la posición desafortunada y sin gracia, con la que se precipita al mar- en una pintura manierista cercana al Renacimiento-, en donde era más propensa una inclinación a engrandecer los esfuerzos científicos de Dédalo por conquistar la naturaleza; Matisse, por el contrario, pintor de un siglo XX estigmatizado por los horrores de una tecnología al servicio de la muerte y la destrucción, retrata en su Ícaro, a un triste ángel cayendo hacia el cielo, hacia el infinito que anhela, la tierna intención de su vuelo eterno.
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