Una vez más, Sonia y los graffiti. Ramón dejó de pensar en lo primero para concentrarse en lo segundo. Había descubierto, por fin, la clave de la profecía en esos rayones con aerosol en ciertos vagones del metro. Lo había logrado, justo hoy, que había descubierto el engaño de Sonia. Un suspiro hizo que Ramón casi dejara caer sus libros y su cuaderno al piso del vagón semi-vacío.
Cada noche, cuando regresaba a casa desde la Universidad —desde que la tesis agotadora le había conferido el dudoso honor de ser el último en salir de la Biblioteca Central—, estudiaba con interés de profesor de sociología las crípticas pintas en los vagones del metro.
No obstante, al salir de la estación, dejaba de ocuparse de ello y se concentraba en la inminente cita con Sonia, su bella noviecita de Coyoacán. Sin embargo, cuando iniciaron los reclamos de la chica por sus ausencias y su exagerada dedicación académica, Ramón comenzó a presionarse a tal grado, que cayó en un permanente nerviosismo, una tensión que lo alteraba en grado sumo.
Precisamente, en ese tiempo, descubrió el secreto de los graffiti, los increíbles mensajes disimulados en gariboleadas grafías. En cada recorrido por la línea 3 del metro- que a veces repetía sin necesidad, para investigar más-, halló la clave de esa secta terrible, que proyectaba un sangriento crimen, un abominable sacrificio ritual.
La noche en que acudió Ramón a casa de Sonia y los reclamos se transformaron en esa cruel sonrisa terminante (y la del hombre quien acompañaba a Sonia), fue en la cual, Ramón, descifró el graffiti definitivo, justo en el último metro en circulación, luego de vagar de tren en tren, con las lágrimas en el rostro y los libros temblándole en las manos.
El mensaje secreto explicaba el lugar del bizarro ritual. Ramón bajó subrepticiamente a las vías y se internó en el túnel de la estación terminal del metro, sin fijarse en las ratas y cucarachas que le corrían por entre los zapatos tenis. Pronto encontró la enorme grieta y se internó en aquel ámbito de lodo y roca.
En cuanto se acostumbró a la oscuridad, Ramón descubrió por fin, las miradas ansiosas que lo estudiaban.
Eran decenas de hambrientos seres, que en el día vendían, robaban o mendigaban en los vagones del metro, pero que, de noche en noche, se reunían en ese sagrado lugar para venerar a una oscura deidad, entre cánticos, rezos y conjuros desquiciados.
Eran muchos sí, pero Ramón tuvo la satisfacción- en su último instante de vida-, de percatarse que, la profecía que había descubierto, se había cumplido y de que para él, los feroces dientes que lo desgarraron no fueron tan dolorosos, como los de aquella bella y cruel sonrisa, que nunca dejó de recordar.
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