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viernes, 6 de abril de 2012

Teúrgia: las estatuas vivientes de los dioses

La teúrgia -muy vinculada con el neoplatonismo- era la ciencia secreta para darle vida a las estatuas de los dioses, por medio de ritos secretos.



La palabra teúrgia quiere decir, literalmente, “fabricación de dioses”. Considerado como un arte en la antigüedad, a medio camino entre el misticismo y la magia, consistía en un conjunto de ritos y prácticas ocultas para otorgarle vida a las estatuas de los dioses. La teúrgia apareció en la tradición de la gnósis, durante el periodo imperial y fue cultivada por los filósofos carismáticos, de los cuales el más célebre fue Juliano y a quien, precisamente, se le nombraba como “el Teúrgo”. Juliano fue el autor de los Oráculos caldaicos, ciertos textos del siglo III d.C., descubiertos durante el Renacimiento y que tuvieron una gran relevancia para el hermetismo practicado en el siglo XVI.

Oscuro conocimiento

No se sabe a ciencia cierta de qué manera funcionaba este conocimiento mistérico, pero no se debe descartar el uso de ciertos efectos de prestidigitación, gracias a los avances en ingeniería desarrollados por los estudiosos del Museo de Alejandría. Estos científicos de la antigüedad, eran capaces de crear autómatas móviles o generar apariciones por medio de complejos sistemas de espejos.

Porfirio, destacado neoplatónico, llevó a cabo una defensa filosófica de la teúrgia, argumentando que quienes tuvieran la ingenuidad de creer que los dioses verdaderamente habitan en los ídolos, por lo menos tendrían una creencia más pura que la de los cristianos, quienes sostenían que su dios nació de una mujer, es decir- y según Porfirio- de una manera menos impoluta. De cualquier manera -y siguiendo desde una perspectiva filosófica- la teúrgia se vio fomentada por el arribo a Roma de una gran cantidad de cultos procedentes de Asia, y en especial por la popularidad, en aquel entonces, del neoplatonismo, que ponderaba la capacidad sacra de las imágenes como arquetipos de la divinidad.

Convergencia vital

De cualquier manera, la teúrgia pierde mucho de su sentido primordial si se le separa de la actitud idólatra de los antiguos con relación a las estatuas. Los idólatras no veían a sus ídolos como símbolos: para ellos, las estatuas no remitían a otra realidad, una trascendente a la cual se debe intentar comprender, sino que ellas mismas son sede de lo sagrado y de los poderes que de allí se desprenden.

No obstante, hay que considerar la belleza que, en el mundo griego, tenían las estatuas sagradas, las cuales estaban pintadas con brillantes colores, y proyectaban una apariencia muy naturalista: piel rosada, labios rojos, cabellos brunos y vestimentas adornadas de oro. También se les ornamentaba con múltiples accesorios, como coronas, hojas de laurel, báculos, joyas, etc. Su realismo intentaba retratar los detalles más minuciosos de lo humano, y en cierta manera, sublimarlo. Este afán ennoblecedor de la humanidad, en contra de la postura de Porfirio, vincula a lo máximo de la teúrgia, con lo mínimo del cristianismo, la base de su propuesta redentora: la encarnación.


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