La pintura va más allá de ser un simple vehículo ornamental; si se le valora y se le estudia como merece, es posible identificar en ello una completa alternativa de pensamiento, que nos abre perspectivas para comprender la realidad que en ninguna otra vía cultural podríamos haber encontrado.
Consideremos, como ejemplo, el caso del pintor francés Georges Rouault, quien en cierta etapa de su vida desarrolló en una forma figurativa y ortodoxa, “realista”, por decirlo hasta cierto punto, los más importantes pasajes religiosos y episodios místicos. Pues bien, en cierta etapa de su trayectoria artística, este pintor decidió asumir un estilo expresionista, tosco, impresionante y grotesco.
De acuerdo al talante que en sus inicios había manifestado, como un buscador de la belleza más armónica y los estados más gráciles, ¿cómo podemos interpretar este giro en su expresión? ¿Qué es lo que busca comunicar Rouault más allá del tema de su obra? ¿Acaso la manera en que formulamos nuestras perspectivas puede expresar algo distinto a lo que comunicamos en ellas? ¿Cuántos mundos hay entonces, de acuerdo a los sentidos que una obra puede darnos a conocer?
La faz oculta de la luna
Es posible que Rouault haya llegado a explorar con su arte, un sentido del ser, tan a fondo, que ese mismo sendero se agotara por completo. Pero, ¿que intentó hacer después? ¿Ir por otro camino? Lo que torna grande a un creativo no es dispersarse banalmente, sino por el contrario, explorar el mismo motivo desde otras perspectivas, es decir, formas de realidad. Rouault, en sus pinturas de desnudos expresionistas, impactantes y ásperas, acaso no hace sino manifestar que el mundo no es de una sola manera, y que para valorar el lado luminoso del alma también hay que internarse en sus tinieblas.
La belleza de la otredad
La pintura es una forma de conocimiento, un recurso de sabiduría. Como expresara Feyerabend con respecto a la epistemología, también en la expresividad pictórica “Todo vale”. En las figuras voluntariamente repulsivas de Rouault se quiere dejar sentir una sutil belleza: la del silencio, la de lo marginado, la de lo no pensado. Mucho de cómo percibimos el mundo está condicionado por una inconfesada voluntad de conformidad: para ser apto de “belleza”, de ser adjetivado por esa palabra, ha de seguir ciertas normas y convenciones. Y esto es bueno.
Pero la realidad va más allá de solo eso, desborda toda noción, y los que se aventuran a tener una experiencia más plena, intensa y desgarradora de ella, más allá del bien y el mal, como Nietzsche, como Rouault, siempre retornan y nos la comparten, pero de otra manera. Todo vale, porque siempre vale más.
Más allá de lo que las instancias especializadas y críticas puedan comunicarnos acerca de una obra de arte, nunca puede ser reductible la experiencia directa de la perspectiva capturada de realidad- que forjó a un autor como existente, en cierto instante inefable- con el estudio reflexivo del contemplador, quien tiene la opción de retomar, y desandar, el camino que señala la obra, hasta la inmediatez vital que atesora en su ser profundo.
El secreto de la Monna Lisa
La Monna Lisa, famoso cuadro, obra de Leonardo da Vinci, ha generado a lo largo de siglos enteros, toda una serie de comentarios, observaciones y anécdotas. Alguna de ellas refiere que si se le observa bien, los ojos de la mujer retratada siguen al espectador aun cuando cambie su posición. Otra de ellas cuenta que si se contempla durante el tiempo suficiente los labios de la modelo, estos esbozan una inquietante sonrisa.
Estas magias y sortilegios se atribuyen a un cierto arte secreto de Leonardo. Y si bien el aura imponente de su personalidad ha generado una serie de ficciones populares, que presentándose como certidumbres, no logran sino confundir al espectador, lo cierto es que la fuerza de esta obra no proviene principalmente de la perfección de este genio renacentista, sino a la vez, de un cierto valor gnoseológico, en donde bien puede hallarse el secreto de la perenne fascinación que produce.
La eterna sonrisa de las cosas
Tal vez lo que nos quiso expresar Leonardo con su obra no sea lo más importante, sino más bien, lo que la obra nos dio en la figura de Leonardo: un instante capturado en el que las cosas se expresaron acerca de su enigma, generando una irrepetible presencia creadora. No solo la Monna Lisa nos observa cada vez que la estudiamos con detenimiento: cualquier objeto del mundo al ser percibido nos dice, nos expresa, como contempladores.
No somos más que un entramado de perspectivas relacionadas, no hay sujeto alguno más allá de esta vinculación provisional y mudable. La sonrisa de los objetos del mundo es un guiño que percibimos a veces en ciertos momentos en que el tedio, la angustia o la ensoñación poética como la de Bachelard, nos motivan a ver “con el rabillo del ojo” lo que el pragmatismo de la visión franca y recta, real, no nos permite descubrir.
Precisamente, la pintura, nos hace descubrir la verdad de los límites del mundo: nos señala que cada descubrimiento de algo es solo un desplazar velos, infinitos. Los límites de la realidad son esa sonrisa, solo capturada, no más que alcanzada: basta con mirarla, abrazarla con deseo, para que se torne de nuevo inasible. Esa sonrisa, la de la silenciosa musa de Leonardo, la lejana Beatriz de Dante. Esa sonrisa que nos dice Todo, cuando ya no hay nadie.
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