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domingo, 7 de abril de 2013

El sátiro de Tarsis


Sócrates, Melito y el joven Hegesias fueron comisionados por el gobierno de Atenas para investigar acerca de un extraño culto en el remoto poblado de Tarsis.

La delicada situación política ateniense requería que problemas de esta naturaleza, que afectaban de lleno la estructura de la religión oficial, se atendieran de inmediato, so pena de motivar severas catástrofes sociales.
Pero el gobierno desconfiaba del filósofo Sócrates, quien aún gozando de gran apoyo popular, no era muy apegado al sentido de las decisiones del poder en turno; es por eso que lo acompañaba el astuto Melito, rival de Sócrates en varias de sus propuestas en el Consejo; su secreto cometido consistía en no perder de vista ningún detalle de la actuación de Sócrates para resolver el conflicto de Tarsis.
Sócrates por su parte, había aceptado integrarse a esta comisión, con el afán de ayudar a su estimado discípulo Hegesias, promoviendo, con este propósito, la integración del joven al pequeño grupo, para que, a través del cumplimiento del encargo, lo distrajera de su pesimismo extremo, que interpretaba las enseñanzas socráticas como un callejón sin salida, cuya única resolución aceptable, según Hegesias, era el suicidio.
Pronto arribaron a la lejana comunidad, pavorosamente aislada entre montes pedregosos y solitarios.
II
De inmediato solicitó Sócrates reunirse con los representantes populares de Tarsis. Estos se presentaron ante él; y aunque respondieron a cada cuestionamiento y brindaron toda la información requerida, a los ojos del viejo sabio, no escapó una disimulada actitud ladina.
Los habitantes de Tarsis relataron, como, a partir de cierta infausta noche, varios jóvenes pastores habían sido brutalmente atacados en las colinas cercanas.
Luego de este inexplicable ataque inicial, sobrevinieron muchos otros, resultantes en un gran número de núbiles víctimas, devoradas todas, como si una misteriosa bestia hubiera transitado por allí, dejando su sangrienta estela.
Los parientes de las víctimas dedicaron semanas enteras a rastrear al escurridizo animal, hasta que, al fin, un grupo de ellos dio con la guarida del depredador. Pero, en lugar de ser capaces de exterminar la amenaza, todos excepto uno de ellos, perecieron allí. El sobreviviente, poco después, en sus postreros momentos, aseveró asombrosamente que, sin duda, el verdugo en cuestión era un dios, un auténtico e imponente sátiro.
Los habitantes de Tarsis aterrados- más, en el fondo, complacidos por la circunstancia extraordinaria de constituirse su comunidad, ahora, como sede de un nuevo santuario, un lugar donde era atestiguable la presencia de lo divino- decidieron venerar pues, la morada del dios: una gruta sombría en la cumbre de un cercano monte. Y lo llevaron a cabo levantando allí un lugar de sacrificio, en donde, periódicamente, ofrecían en sacrificio ritual a algún joven, quien honrado y orgulloso, se decidía a brindarse como prenda para el sátiro divinal.
III
Melito, altivo, ordenó a aquellos burdos pastores que suspendieran sus rituales y clausuraran el santuario de inmediato; y además les exigió que se apegaran todos, a las normas y prácticas de la religión establecida, puesto que de no hacerlo, serían ajusticiados por las tropas atenienses.
Los habitantes de Tarsis, con irritación apenas contenida, comenzaron a mascullar amenazantes indirectas. Sócrates intervino, conciliador, y pidió a los aldeanos le mostrasen a la comisión, la morada del dios.
Pero, aunque estos aceptaron sin reparo alguno, una furiosa tormenta impidió realizar tal inspección. Apresurados por las próximas juntas de gobierno, a celebrarse al día siguiente, los miembros de la comisión decidieron regresar prestos a Atenas, pero sin embargo, y a consecuencia de esta partida obligada, Melito dispuso dejar en Tarsis, como delegado representante del gobierno ateniense, a Hegesias, para que vigilara el orden allí (esto lo hacía Melito con el propósito de alejarle por todos los medios posibles de la tutela de Sócrates, para luego anexar inteligentemente, a su propia causa, a un joven tan prometedor).
Sócrates, aún dubitativo, tuvo que secundar esta última resolución, pero antes de irse recomendó, además, que se suspendieran todos los sacrificios y también los ritos, hasta que estos fueran observados y evaluados por otra comisión inspectora. Para el viejo filósofo, las muertes suscitadas recientemente en Tarsis, no eran obra más que de algún feroz jabalí, y así se lo hizo saber en privado a sus compañeros: Melito, pareció estar de acuerdo con él; Hegesias- silencioso- solo asintió, al escuchar la explicación de su sabio mentor.
Antes de partir, Sócrates habló aparte a Hegesias, para instarle a que valorara esta oportunidad única que se le presentaba de hacer resguardar las leyes y la moral de las instituciones oficiales, y que, además, a partir de esto, el joven fuera capaz de encontrar un fundamento y una guía para su atormentada existencia: que pugnara entonces por perfeccionarse en su ser y que a través del razonamiento, y del auto-examen constante, erradicara definitivamente, su enfermiza melancolía.
Hegesias le aseguró que así actuaría, que partiese sin preocupaciones, y que esperara su próxima reunión con el grupo de estudio, promovido por el viejo filósofo, en cuanto el gobierno ateniense resolviera como actuar en Tarsis.
Sócrates aún pudo ver la lejana señal de despedida de su estimado discípulo, durante un momento apenas, antes de que se perdiera en la escabrosa distancia.
IV
Antes de que el mensajero le comunicara el apremiante anuncio, Sócrates presintió que algo no iba bien en Tarsis. Y en efecto, informantes de aldeas vecinas le comunicaban que era imperiosa su presencia en la aldea del santuario del sátiro, puesto que allí el caos fanático había retornado. De inmediato, convocó a Melito para la partida, quien irritado, durante todo el trayecto le recriminó a Sócrates por la grave situación, e indirectamente, lo responsabilizaba de ella. Preocupado hondamente por la suerte de Hegesias, el viejo filósofo apenas le puso atención.
Arribaron a la aldea: estaba casi vacía, ni rastro de Hegesias. Sócrates le preguntó a un anciano paralítico que estaba tumbado cerca, donde se encontraban todos y que estaba sucediendo en Tarsis.
El anciano le informó que había ceremonia en el santuario, llevada a cabo improvisadamente, para congraciarse con el dios.
Sócrates, consternado, pidió imperiosamente a Melito que congregara fuerzas armadas de los pueblos vecinos y que las condujera al santuario urgentemente.
El político le reclamó orgulloso y airado, que por favor no le diera órdenes, pero al percibir un atisbo de furia en el rostro de sileno del viejo filósofo, decidió no arriesgarse más y se apresuró a realizar lo solicitado. Sócrates ascendió de inmediato, rumbo a la gruta divina.
Cerca ya de ella, escuchó música siniestra y cantos de alabanza. Buscó una ruta entre las ásperas rocas para aproximarse más al lugar, y así evitar, además, a la multitud congregada.
Se asomó para ver lo que estaba sucediendo en la morada del sátiro. Quedo pasmado ante lo que observó entonces: en el lugar de los sacrificios, un claro amplio y circular a las afueras de la gruta, colmado de huesos humanos y de una pestilencia intolerable, allí justamente, se encontraba Hegesias- desnudo y sin ataduras-, de rodillas sobre el altar de roca, invocando con grandes voces la presencia del sátiro, incitándolo a que abandonara las profundidades de la cueva; implorándole con dulces invitaciones y ofrendándose completamente decidido.
De pronto, una sombra torcida apareció en el umbral de la gruta. Sócrates se perturbó mucho cuando contempló en toda su plenitud, a la luz de múltiples antorchas, la aterradora figura del sátiro de Tarsis. Al dios, cuando descubrió a Hegesias, su víctima, inerme y deseosa, se le inyectaron los ánimos de sangre y con ansias bestiales se arrojó sobre ella.
El joven, excitado al ver a la grotesca figura aproximarse de lleno, abrió los brazos para recibir al verdugo a plenitud. En ese momento, Sócrates se precipitó desde su elevado escondite, y sorprendiendo a todos los celebrantes, apareció espada en mano en el siniestro claro.
Entonces el sátiro soltó a Hegesias, quien cayó al suelo, entre huesos y podredumbre, dando quejidos y se acurrucó en un rincón, quedando a la expectativa.
La criatura se adelantó hacia Sócrates, bramando furiosa. El filósofo dio un paso hacia atrás y bajó la espada, intentando hacerse oír por el sátiro. Le dijo que había revisado registros públicos en Atenas y que había descubierto ahí, su verdadera identidad y su tragedia: el sátiro no era más que el deforme hijo de una sibila perteneciente a Delfos y que se había retirado a Tarsis en su madurez, tras haber finalizado su labor en la sede del oráculo famoso.
Sócrates le dijo al monstruoso ser que, sin duda, sus malformaciones eran consecuencia de los vapores malsanos del oráculo en Delfos, que había aspirado su madre con el propósito de permitirse inundar por el dios, y así poder pronunciar sus enigmáticas sentencias.
El sátiro enmudeció al escuchar esto, pero no cesó de avanzar hacia el viejo sabio con las garras levantadas. Sócrates prosiguió hablando y le explicó que no merecía existir dios alguno que ameritara el dolor y la muerte de las personas; y que, lo auténticamente divino, era atreverse a ser humano, enfrentando con entereza todas las oscuridades y limitaciones de tal condición.
Lo invitó, finalmente, a asumir esa oportunidad y se dejara ayudar y guiar razonablemente para ir más allá de sus obstáculos físicos.
El triste ser, finalmente, bajó los brazos, apaciguado. Sócrates suspiró.
Pero, justo en ese momento, Hegesias, dando un rabioso alarido, se lanzó sobre el sátiro furiosamente. Éste, al sentirse irritado de nuevo por motivo de esta invitación al desastre, tomó del cuello a Hegesias y comenzó a agitarlo frenéticamente.
Sócrates ante esto, actuó decidido y fue hacia el sátiro blandiendo la espada. Súbitamente la criatura soltó a Hegesias y enfrentó a Sócrates. Le arrebató el arma, lo derribó al suelo y le puso las torcidas rodillas sobre el pecho. Entonces, levantó en alto la espada, y sin titubeos, se la clavó en su propio corazón.
Los aldeanos se agitaron furiosos, y ya se disponían al linchamiento, cuando arribó al lugar Melito con las tropas, que rápidamente tomaron el control de la situación. Melito, al mirar la impactante escena de Sócrates incorporándose, Hegesias de rodillas y el deforme cadáver con el arma en el pecho, comprendió todo y sonrió socarronamente con aire triunfal.
Hegesias, mientras cubría su desnudez, clavó en Sócrates una mirada de odio infinito; el viejo filósofo la enfrentó con un gesto de imperturbable piedad. A la larga Hegesias, bajó la mirada.
V
Al llegar a Atenas, Melito de inmediato acusó a Sócrates de corruptor de menores ante las autoridades de Atenas, y ejemplificó, como prueba concluyente de ello, cómo orilló a una joven víctima del destino, con sus falacias, a un penoso suicidio.
Sócrates, tras ser enjuiciado, resultó culpable y condenado a muerte. Se defendió el sabio filosofando y filosofando cumplió noblemente la sentencia: se bebió la cicuta sin vacilaciones, y se despidió de sus queridos discípulos mientras moría, recomendándoles prudencia y razón, y entonando poemas a la Bondad y a la Belleza.

Melito tras este pírrico triunfo, a la postre, fue descubierto en turbias y fraudulentas maniobras políticas y de igual manera fue condenado a morir.
Nadie se ocupó de relatar su final.
Hegesias, por su parte, vivió largo tiempo, y se hizo tristemente célebre arrastrando a cientos de jóvenes al suicidio, gracias a su tratado “Del arte de morir de hambre”.
Alarmadas las autoridades, prohibieron la circulación de esta obra, y suspendieron bajo amenaza de pena capital a Hegesias, de toda tentativa de ejercer su radical enseñanza.
Se cuenta que Hegesias, entonces, se dirigió a la abandonada Tarsis y se refugió en el santuario en ruinas. Nunca más se supo de él.
Este fue el fatídico destino del sátiro de Tarsis.

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