Quien escribe lo hace siempre motivado por ciertas ideas propias acerca de la expresión escrita. La mayor parte de las veces, tales ideas subyacen calmas en los silencios del autor, gestando disimuladamente el flujo de la prosa o la lluvia de versos que fertiliza la hoja en blanco. En última instancia, estas secretas pautas comparten una base común: la relación entre el autor y la enigmática sustancia que brota de su expresividad.
La escritura puede comprenderse como un acontecimiento. No es algo que brote de una interioridad y se vuelque al exterior sin más. Porque la escritura, además, enriquece los sucesos de la experiencia fáctica con generosa otredad, es decir, la alternativa inagotable de ser siempre diferente, por medio de su devenir vivencia. A la vez, la escritura permite que las ideas latentes en la manifestación existencial humana, aspiren a convertirse en parte de la realidad material.
La esencia de la escritura se puede percibir en la verdad. Pero no en una simple conformidad de las palabras con los objetos que ellas designan. Más bien, la escritura se hermana con la idea de verdad propuesta por el pensador Martin Heidegger. Y así, desde esta perspectiva, lo verdadero se entendería como un “no-ocultamiento”, es decir, la “aletehia” griega. Para Heidegger, buscar la verdad en los fenómenos del mundo es vivenciar una serie de auto-revelaciones del ser, que, no obstante, nunca es absoluta.
Así igual, la escritura podría ser visualizada como una lúdica danza de luces y sombras. En ella, las cosas, entusiasmadas por el arte de la expresividad que las convoca, son capaces de revelar cada vez un poco más de sus oscuridades instauradoras, ofrendándose en una luz libre y abierta para todos los que quieran en su brillo descubrirse.
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