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miércoles, 3 de octubre de 2012

Nietzsche: el instante de Dionisos

Muchos consideran que el primer Nietzsche es el más valioso. En sus consideraciones acerca del origen de la tragedia se conserva una visión general del mundo que conmueve y persuade por su honda intensidad.


De acuerdo a Nietzsche, las deidades griegas de Apolo y Dionisos, figuras muy ligadas al arte, dan la impresión de ser altamente antagónicas, dentro del marco del mundo helénico, por ejemplo, contempladas en la apolínea escultura en contraposición a la dionisiaca música. Estas dos potencias espirituales se incentivan mutuamente la mayor parte de las veces, generando una dialéctica creadora, en un rasgo muy hegeliano de este primer Nietzsche, que será desechado en años posteriores.

Sin embargo, lo que no cambiará en el talante filosófico de este pensador alemán, será la perspectiva de la vivencia filosófico-mística producida por un acercamiento estético a la condición humana.

Y así, Nietzsche expresa que, superando el principio individuador con el que nos pensamos en relación a nuestro entorno, es decir, cuando acercamos nuestra veta apolínea y la dejamos partir a la embriaguez dionisiaca de una subjetividad liberada, se tiene una vivencia singular, bella y transformadora.

En ese estado alternativo de conciencia se renueva la alianza entre los humanos con la naturaleza. Dionisos se manifiesta en una celebración de pluralidad y fecundidad: los animales hablan y la tierra produce leche y miel. La humanidad percibe su propia esencia de misterio divino, que no tiene otro referente más que la infinitud. El hombre transita de ser un artista a la más prodigiosa obra de arte.

Nada hay de extraordinario en estas manifestaciones: el mundo es tal cual, y sus apariencias representativas son las mismas y están regidas bajo las usuales categorías. Sin embargo, ha sucedido algo extraordinario, nuestra conciencia fenoménica, la sabiduría de Apolo, se reconoce, cuando percibe el corazón secreto del mundo, como Dionisos.

Cuando ambas potencias se reconcilian, la realidad, sin dejar de manifestarse como siempre lo ha venido haciendo, se muestra a los humanos como el primero de una serie de velos, que ocultan siempre un precioso núcleo de radiante misterio. La última cortina es la de la propia personalidad. Cuando por fin se corre esta última frontera es cuando se da el arribo de lo inefable, y todo puede expresarse sin necesidad de decir nada.

La deidad se mira en el espejo por unos instantes y se descubre en la diversidad. Un breve recuerdo, una nueva eternidad, y pronto el perenne retorno del olvido vital, la condición de ser de lo humano.




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