La concepción teórica más significativa del pensador alemán Gottfried Leibniz es la de la monadología. Para Leibniz, la realidad es un entramado de mónadas, que son dinámicas substancias de naturaleza psíquica. Se trata de una cierta clase de objetos ínfimos y apenas materiales, que se caracterizan por su indivisibilidad, su simpleza y su aislamiento con respecto al exterior del universo.
El ser humano, de acuerdo a esta cosmovisión, está compuesto por una mónada principal, que es su yo, y una miríada incalculable de mónadas menores que configuran su corporeidad. Así pues, no deberíamos tomar tanto en cuenta lo que nos diferencia de los demás, y menos fundamentar nuestra existencia en estas mismas distinciones: muy en lo profundo, somos una reconciliación íntima y muy discreta, que hace la materia con su propio sueño, es decir, lo humano.
Las mónadas en su totalidad pueden ser catalogadas en cuatro categorías. Las inferiores poseen percepciones, aunque no tienen conciencia de lo que perciben. Son las que estructuran a los seres inanimados. Luego siguen las mónadas que tienen alma, que son las que sí son conscientes de los conocimientos que adquieren por obra de su sensibilidad. A continuación, están las mónadas consideradas ya como espíritus, puesto que exponen la facultad de comprender las certezas de la razón, como por ejemplo, la evidencia de la propia subjetividad. Finalmente, se manifiesta la divinidad, la Mónada absoluta, crisol del cosmos, que se singulariza por su consciencia y percepción de todos los aconteceres de la realidad.
Es preciso ponderar el modo en el que Leibniz nos presenta un modelo de ser basado en la sensación. Nuestro mayor tesoro vital es la sensibilidad. De tal suerte que habría que fomentarla en todas las formas posibles. Solo quien fue capaz de calcular abstractamente, como Leibniz, el universo, a la postre, puede darse el lujo de pensarlo, de sentirlo, como una caricia generalizada.
Para Leibniz el problema de la intercomunicación entre las mónadas, que no tienen ninguna vía de acceso entre sí, se resuelve de la siguiente manera: cada una de ellas tiene conocimiento de lo que se desarrolla en torno suyo, pero sin el influjo de ningún evento allí acontecido. Las mónadas captan todo de una manera a priori, es decir, en cada mónada está inscrito el pasado, que forma parte de un presente determinado, y que al mismo tiempo, anticipa, un porvenir preciso.
De acuerdo a esta circunstancia, la relación entre las mónadas produce la marcha del tiempo, por la gradual armonización que logran entre sí. El universo podría ser, comprendiendo a Leibniz, una creación muy parecida a una obra de arte, en donde más que nada la intuición, es decir, la corazonada que no precisa de razonamientos ni justificaciones, sino solo de su propia interioridad inspirada, logra forjar segundo a segundo, el majestuoso edificio de la eternidad. Las mónadas entonan silenciosamente el armónico canto del ser.
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